Mongolia es de los países que suenan más lejos al oído. Uno piensa en cosas como Gengis Khan y su cortejo fúnebre, que mataba a todo aquel que se encontraban para que su tumba nunca pudiese ser descubierta y profanada. Es curioso lo del miedo de los poderosos, más que a la muerte al estar muertos y ser objeto de saqueo o burla (no hay más que ver a Pinochet, incinerándose por temor; si bien la conciencia nunca será combustible).
Pero Mongolia es más cosas y recientemente se ha hecho un hueco en las noticias el proyecto de este país consistente en crear una "muralla" de árboles que intenten impedir la desertización y paliar las tormentas de arena del Gobi. Se plantarán sauces, álamos y espinos en una superficie de 3.000 kilómetros, a treinta años vista. Están bien los proyectos a largo plazo, no sólo parten del optimismo radical de que dentro de treinta años habrá un mundo que preservar, sino que contrastan con esas soluciones mágicas que no miran más allá de un mes o de la rueda de prensa del político correspondiente.
Se calcula que el coste de la muralla verde será de 150 millones de dólares. La planeada por la administración Bush en la frontera mexicana, de 1126 kilómetros, se tragará un mínimo de 1200 millones, y eso sin hablar de las personas.
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