domingo, mayo 06, 2007

Fuego.



Es un error frecuente atribuir las destrucciones de libros a hombres ignorantes, inconscientes de su odio. Tras doce años de estudio, he concluido que cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos.

Sobran los ejemplos de filósofos, eruditos y escritores que reivindican la biblioclastia. René Descartes (1596-1650), seguro de su método, pidió a sus lectores quemar los libros antiguos. Un hombre tan tolerante como el filósofo escocés David Hume no vaciló en exigir la supresión de todos los libros sobre metafísica.

El movimiento de los futuristas, en 1910, publicó un manifiesto en el que pedía acabar con todas las bibliotecas. Los poetas nadaístas colombianos quemaron ejemplares de la novela María de Jorge Isaacs hacia 1967, convencidos de que era necesario destruir el pasadp literario del país. Vladimir Nabokov, profesor en las Universidades de Stanford y Harvard, quemó el Quijote en el Memorial Hall, ante más de seiscientos alumnos. Martin Heidegger sacó de su biblioteca los libros de Edmund Husserl para que sus estudiantes de filosofía los quemaran en 1933.

Aquí subyace, por supuesto, un ritual donde se concibe la reiteración de un mito cíclico. Borges, en "El Congreso," relato incluido en El libro de arena (1975), hizo que uno de sus personajes llegara a decir esto: "Cada tantos siglos hay que quemar la biblioteca de Alejandría (...)" De eso se trata: quemar el pasado es renovar el presente.

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