martes, agosto 07, 2007

La música no amansa a las fieras.

Adolf Hitler escuchaba música de judíos y rusos en sus últimos días, tan desquicidado y megalómano como siempre, pero con la derrota llamando a la puerta del búnker. Saldría con los pies por delante, rodeado de los más fieles entre los fieles, para no terminar de consumirse en una improvisada pira de gasolina requisada de las escasas provisiones oficiales.
Además de llevarse su cuerpo (episodio magistralmente narrado por la genial Concostrina), los rusos se llevaron sus discos, en concreto un capitán llamado Lew Besymenski. Su hija le preguntó en 1991 por el origen de una caja que había guardada en el ático con unos cien dicos. Como no quería quedar como un ladrón, al principio respondió con evasivas, pero nada puede con la insistencia de una hija.
Borodin, Rachmaninov o Tchaikovsky componen la colección que un día escuchaba, entre paredes de hormigón armado, el mismo diablo.

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