martes, junio 27, 2006

Fin de curso.

De Michal Viewegh, checo y genial en La educación de las chicas en Bohemia. Aun recortado, es largo pero vale la pena. Recoge un discurso de final de curso obra de un alumno:

Oye Doubek, me dijeron, estaría bien que alguien les diese las gracias. ¿A quién?, le pregunté. A los maestros ¿no?, ¿Y por qué?, le pregunté. ¿Acaso no les pagan?. Pero se me quedó la idea en la cabeza. No es que no, pero hasta cierto punto. Digamos que, por ejemplo, me enseñaron a leer y a escribir y cuándo fueron las guerras púnicas, pero por otra parte me dejaron no sé cuántas veces castigado después de clase y pillé cinco veces piojos (...). Sacando cuentas, estamos con los maestros más o menos empatados, me dije, y además dentro de un par de días nos largamos, asíu que a quién hay que darle las gracias.
Pero seguía con la idea metida en la cabeza. Me fijaba en los maestros, que ya casi no hablaban y parecían igual de gastados que los libros de texto esos que acabamos de devolver. ¿Y qué?, me decía, si es parte de su trabajo. Finalmente caí tan bajo que empecé a pensar en ellos como maestros, pero dio lo mismo, porque no se me ocurrió nada que valiese la pena (...) y no sé por qué me acordé de mi madre, que el año pasado tuvo un encuentro de antiguos alumnos de noveno. El viernes se compró para la fiesta una falda nueva y esmalte de uñas y el sábado fue a la peluquería y se pasó toda la tarde mirando viejas fotos y el domingo por la mañana nos anunció que no iba a ir a ninguna parte, porque hay cosas que ya no vuelven dijo, y yo les miraba las uñas pintadas a las chicas de nuestra clase y se me ocurrían un montón de preguntas y ninguna respuesta.
Y vinieron a verme otra vez y me preguntaron ¿Por Dios, tienes ya el discurso, Dub?, pero yo seguía sin tenerlo y lo único que tenía era rabia, porque la verdad es que era como otro deber que me habían puesto a mí solo y a los demás no (...).
Al final me salvó una casualidad. Fue anteayer, cuando salía de comer en el comedor, y de la ventana de los profesores me llamó la maestra de nuestra clase, pero no me llamó Doubek, me llamó Petr, como me llamo yo normalmente. Me acerqué despacio a la ventana donde estaba y me puse a pensar si no me había visto un rato antes tirar la cáscara de plátano, y en ese momento fue cuando se me ocurrió.
Se me ocurrió pensar que habían estado todo el tiempo llamándonos. Desde algún lugar al otro lado de la calle, como la maestra de mi clase a mí. Para que nos acercáramos a ellos, a la vida de los adultos. Y es que nos explicaban las guerras púnicas pero de verdad nos estaban llamando, no con palabras, solamente con estar enfrente y con mirarnos de vez en cuando con tanta superioridad, como diciendo que ya tendríamos que dejar de jugar al escondite y de hacer figuras de plastilina y que tendríamos que nadar hacia donde ellos estaban, hacia la otra orilla. Y creo que por esa llamada sí que deberíamos darles las gracias.

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